La mayor parte de la literatura (económica, valga decir) sugiere que un esquema centralizado permitiría optimizar la gestión de los ingresos de las industrias extractivas, por cuanto el nivel central tiene en sus manos la política macroeconómica y puede así manejar su volatilidad. Así mismo, el control de la gestión puede ser más fácil de implementar si hay un único ejecutor de dichos ingresos. En efecto, la gestión descentralizada de estos ingresos genera a menudo fuertes desequilibrios regionales, comportamientos rentistas, pereza fiscal, además de clientelismo y corrupción. Sin embargo, existen también importantes argumentos a favor de un sistema descentralizado que asigne una parte importante de los recursos a las regiones productoras. Además de las externalidades ambientales directas asociadas a las operaciones de extracción, que deberían ser compensadas y combatidas por las empresas extractivas que las generan y no financiadas con las regalías, el sector genera un sinnúmero de externalidades socio-económicas para las regiones de extracción. Por mencionar solo algunas, pensemos en la inmigración masiva (controlada y espontánea) que genera la instalación de una empresa extractiva, los aumentos de los precios en el nivel local que vienen con ella, el desorden urbano y los desafíos para una institucionalidad pública que debe multiplicar sus mecanismos de atención en infraestructura, salud, educación y servicios públicos, entre otros. Frente a la magnitud de estos retos, es la asignación de recursos extraordinarios a estas zonas lo que permite también la sostenibilidad de la operación. Una comunidad que no ve más que las externalidades negativas del sector y ningún beneficio, es susceptible de levantarse en contra de esta actividad económica, que aunque puede generar algunos empleos locales, éstos son generalmente insuficientes. A ello se suma que en este contexto, todos los incentivos de trabajo están asociados a la actividad extractiva, por lo que los gobiernos locales deben estimular actividades productivas alternativas, que permitan reducir los niveles de dependencia del sector y darle así sostenibilidad a la región en el largo plazo.
Pero más allá de estos argumentos a favor de que una parte de las rentas sea asignada a las regiones productoras, me parece importante resaltar que la transparencia y eficiencia del sector no están necesariamente asociadas a su centralización o descentralización. Ni un manejo más centralizado es garantía de transparencia, como lo demuestra el caso mexicano, ni un sistema descentralizado es garantía de uso adecuado de los recursos o de equilibrio en su distribución, como lo demuestran los problemas de ejecución de los gobiernos locales peruanos, los escándalos de corrupción en Colombia y las desigualdades inter-regionales en Bolivia y Nigeria. Para promover la transparencia y el uso eficiente de las rentas extractivas es importante combinar mecanismos centralizados que permitan manejar la volatilidad del sector, con una distribución equitativa (entre quienes más lo necesitan por sus condiciones demográficas y de pobreza) y justa (entre quienes reciben las externalidades negativas directas del sector) de dichas rentas en el nivel local. Pero es fundamental que dichos mecanismos estén institucionalizados, para que los ingresos de la industria extractiva no estén sujetos permanentemente a negociaciones políticas, ni se conviertan en la caja menor con la que el ejecutivo central compra apoyos regionales o en el caballo de batalla de políticos regionales de visión rentista. Adicionalmente, la publicación de información, así como el fortalecimiento de los sistemas de control, tanto en el nivel central como en el local es esencial.
martes, 18 de enero de 2011
lunes, 3 de enero de 2011
Políticas gubernamentales y no de Estado: el debate sobre la renta extractiva en América Latina
Quizá uno de los principales problemas en relación a la renta petrolera y minera en la región tenga que ver con que su definición y distribución es objeto de permanentes debates ideológicos que a menudo ocultan los retos particulares que enfrenta cada país en su gestión. Continuos cambios en la política petrolera y minera, muchas veces en direcciones contrarias como en el caso de Argentina o Bolivia en la última década, además de ser fuentes de inestabilidad y probablemente desincentivar la inversión extranjera, son indicativos de que la política del sector extractivo es un asunto gubernamental y no de Estado. No se define el rumbo del sector a partir de un acuerdo social global fruto de un debate generalizado entre todos los actores involucrados (empresas, entidades gubernamentales, organizaciones sociales, gobiernos locales, etc.) sino en función de los grupos de interés en el poder, sujeto así al vaivén entre promotores de la ideología neoliberal y defensores de una versión neo-extractivista de izquierda. El fuerte componente técnico y el populismo que acompañan los debates del sector, dificultan también la socialización de los mismos.
El tema petrolero o minero está así rodeado de mitos extremistas. Para unos se trata de incrementar a como de lugar la participación del Estado, lo que es sin duda un objetivo justo, siempre y cuando no se ponga en juego la sostenibilidad del sector. Si en el caso Venezolano y Mexicano, la participación estatal es significativa y permite financiar el gasto social, ideologizar el debate y llevar al extremo el manejo político y no técnico, puede llevar a las mismas empresas estatales a perder competitividad en el largo plazo como parecería suceder con PEMEX y PDVSA o incluso con PetroEcuador. La ausencia de un programa serio de inversiones y el bloqueo a la inversión privada, podría poner en juego el autoabastecimiento del país como sucede en el caso mexicano. Para otros, en el otro lado, se trata de acabar a como de lugar con la participación del Estado en el sector, percibida como fuente de corrupción e ineficiencia. No obstante, la privatización de las empresas estatales disminuye la posibilidad de que el Estado, y así la sociedad en general, se beneficie de la renta petrolera y minera. En efecto, como lo muestra el estudio de Campodónico para la CEPAL (2008), la presencia de una empresa estatal en Chile y su ausencia en Perú es la principal razón que explica la menor renta minera estatal en este último país. Pero adicionalmente, la privatización de las empresas estatales tampoco es garantía de mayores niveles de inversión, como lo demuestra el caso Argentino, donde el Estado ha perdido el control para incentivar el aumento de la reservas y las empresas privadas parecen tener otras prioridades de inversión en la región.
Aunque es difícil y hasta inconveniente pensar en un debate neutro, apolítico y desideologizado, si es fundamental poner todas las cartas sobre la mesa. Abrir el debate para que todos los actores puedan exponer sus puntos de vista y aunque no se logren consensos al menos se establezcan acuerdos que fortalezcan la posición y participación de los Estados, al tiempo que garantizan el desarrollo del sector y la rentabilidad de las empresas. No hay modelos, cada país debe encontrar su propio punto de equilibro. Los casos de Brasil o Chile podrían ser ejemplos interesantes, aunque con aproximaciones político-ideológicas diferentes. Al tiempo que se insertan en la globalización y se abren a capitales privados, fortalecen sus empresas estatales y las hacen competitivas, garantizando así una participación importante del Estado.
El tema petrolero o minero está así rodeado de mitos extremistas. Para unos se trata de incrementar a como de lugar la participación del Estado, lo que es sin duda un objetivo justo, siempre y cuando no se ponga en juego la sostenibilidad del sector. Si en el caso Venezolano y Mexicano, la participación estatal es significativa y permite financiar el gasto social, ideologizar el debate y llevar al extremo el manejo político y no técnico, puede llevar a las mismas empresas estatales a perder competitividad en el largo plazo como parecería suceder con PEMEX y PDVSA o incluso con PetroEcuador. La ausencia de un programa serio de inversiones y el bloqueo a la inversión privada, podría poner en juego el autoabastecimiento del país como sucede en el caso mexicano. Para otros, en el otro lado, se trata de acabar a como de lugar con la participación del Estado en el sector, percibida como fuente de corrupción e ineficiencia. No obstante, la privatización de las empresas estatales disminuye la posibilidad de que el Estado, y así la sociedad en general, se beneficie de la renta petrolera y minera. En efecto, como lo muestra el estudio de Campodónico para la CEPAL (2008), la presencia de una empresa estatal en Chile y su ausencia en Perú es la principal razón que explica la menor renta minera estatal en este último país. Pero adicionalmente, la privatización de las empresas estatales tampoco es garantía de mayores niveles de inversión, como lo demuestra el caso Argentino, donde el Estado ha perdido el control para incentivar el aumento de la reservas y las empresas privadas parecen tener otras prioridades de inversión en la región.
Aunque es difícil y hasta inconveniente pensar en un debate neutro, apolítico y desideologizado, si es fundamental poner todas las cartas sobre la mesa. Abrir el debate para que todos los actores puedan exponer sus puntos de vista y aunque no se logren consensos al menos se establezcan acuerdos que fortalezcan la posición y participación de los Estados, al tiempo que garantizan el desarrollo del sector y la rentabilidad de las empresas. No hay modelos, cada país debe encontrar su propio punto de equilibro. Los casos de Brasil o Chile podrían ser ejemplos interesantes, aunque con aproximaciones político-ideológicas diferentes. Al tiempo que se insertan en la globalización y se abren a capitales privados, fortalecen sus empresas estatales y las hacen competitivas, garantizando así una participación importante del Estado.
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